“El día ha despertado para todo el vecindario. Intentar imaginar la serie de rostros que había omitido soñar en mis horas de insomnio me producía ansiedad”.
Estaba sediento, sobre la cama y con esas eternas ganas de dormir. Recuerdo perfectamente que estaba desnudo y un aire fresco entraba por la ventana. Todavía faltaban 20 minutos para que los primeros rayos del sol comenzaran a estrellarse en mi rostro. Aunque tenía un poco de hambre, mi estrés se enfocaba en las penurias que significaba llevar cuatro noches seguidas sin poder conciliar el sueño.
Sin duda, estaba preocupado por las secuelas que esto traería a mi salud; sin embargo, el solo hecho de intentar imaginar todos los rostros que había omitido soñar en esas horas de insomnio me producía ansiedad.
Y es que siempre he creído que los sueños se convierten en ese espacio necesario para volvernos realmente los protagonistas de nuestras propias vidas: sin frenos, sin ataduras, sin daños colaterales, sin excusas y sin anhelar el “Ctrl + Z”.
Entonces, escucho los primeros cantos de las aves juguetonas que revolotean mi habitación. El café de la vecina desprende su exquisito olor. A lo lejos, escucho el ruido de los autos circulando sobre la gran avenida. Algunos niños pasan riéndose de la vida misma. Un perro ladra. El otro se le une. Una madre está con los nervios de punta y apura incesantemente a sus gemelos para llevarlos al colegio.
Decido poner una música muy tenue. Don Fabricio prende su auto de colección alemana. Doña Gissel abre el portón de su residencia y estoy seguro que el rechinido que desprenden esas bisagras (también de colección alemana, pero sin mantenimiento) despiertan a todo el vecindario.
El día ya ha despertado para todos. Mis vecinos van comenzando normalmente sus actividades, y eso me convence de que he podido proteger con éxito una noche más.
¿Fin?
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